Por Eduardo Ledesma
@EOLedesma

Sépanlo, y, sí lo saben, no lo olviden:
Los correntinos fueron a buscarlas,
y, si no las trajeron, fue porque se dejaron alma y arma
allá en el mar del Sur.

Gabino Ruiz Díaz cayó en Malvinas, en pelea frontal, con su mirada ensartada en los ojos de un inglés. Era una mañana de pavor que se consumía lenta al tronar de la artillería y del fuego aéreo. Unas cinco horas duró ese infierno. Fue el corolario de una larga noche de combate encarnizado. Al promediar la refriega, él trató de cubrir a sus compañeros que buscaban recuperar una línea de tiro, pero la cosa pasó a mayores y se definió cuerpo a cuerpo. No dudó. Fusil en mano salió del pozo y en la corrida descubrió su pecho al enemigo. Allí mismo conoció a la muerte que lo levantó al galope. Eran las praderas de Darwin. Hacía el frío áspero de los finales de mayo en las islas del Sur. Soplaban vientos de guerra.

***

La última vez que cenó con él, lo agasajó con un estofado de pollo y fideos verdes de espinaca. Fue el menú preferido de ambos desde cuando ella lo engendraba y tuvo repetidos antojos de ese plato que él agradecía cada vez que lo probaba.

Al otro día lo despidió con pocas palabras y abrazos rotundos, con dos besos y una larga mirada. Lo vio irse lento en ancas de un tordillo negro sin nombre por el camino apenas trazado que continúa así, ahuellado a duras penas y en eterna porfía con los tacuarales que se crían abundantes y cierran pasos.

Él se fue por donde vino aquel llamado: un caminito verde de pasto y amarillo de los arenales que abundan en los interiores de Corrientes; entrañas de lagunas y palmares, chacras y corrales que perfilan un ejido que ya entonces se llamaba Colonia Pando, 30 kilómetros adentro de la cabecera del departamento San Roque.

Cuando ella lo perdió de vista, a media mañana de aquel 10 de marzo de 1982, una punzada en el pecho le sugirió que tal vez sería la última vez que ese adolescente morocho le mostraría su espigada silueta a caballo. Subió después a un camión que lo dejó en la Estación San Roque y de allí salió para Mercedes, hasta que el 16 de abril abordó el tren que lo dejó en el Sur. Orden: Caleta Olivia. Contraorden: Río Turbio. Destino final: Malvinas.​

***

Gabino completó el servicio militar y fue dado de baja. Volvió. Recorría zonas de La Elisa, Rosado Grande y Colonia Pando cuando el telegrama pospuso los planes que tenía para fortalecer la chacra de su padre y enhebrar su futuro con los hilos de eso que llaman progreso.

Él tenía 19 años y hasta quizás una novia, pero no podía sostener sus certezas porque estaba yendo a la guerra. “A pegar fierro con fierro contra los ingleses”, alcanzó a decirle a su madre, en dramático guaraní. Ella tenía 42, una casa grande para cobijar a su familia numerosa, un campito y algunos animales. Tenía todo, en la medida justa de sus necesidades, pero también el presentimiento agudo de que estaba perdiendo para siempre al tercero de sus ocho hijos.

Tuvieron que pasar 38 años, una guerra en Malvinas y varias otras contiendas en los territorios difusos de la política nacional y extranjera; batallas interminables contra la burocracia de todas partes y feroces combates corazón adentro para que esa mujer y ese muchacho volvieran a estar juntos. Ella como Elma Pelozo, madre malvinera que posibilitó en primera instancia la identificación de los cuerpos de los caídos y enterrados en el Cementerio de Darwin; y él como Gabino Ruiz Díaz, el primero de los 123 conscriptos argentinos en ponerle nombre propio a esas placas negras de granito, famosas en el mundo por arrullar con verba marcial lo que algunos, sin tapujos, llamaron abandono: “Soldado argentino sólo conocido por Dios”.